por Viento De La Mañana
Novela “El Río Oculto"
Capítulo IV
"La Mujer Reptil"
Capítulo IV
"La Mujer Reptil"
El filósofo despertó, sin una clara conciencia de lo que había sucedido la noche anterior. Recordaba la música, el baile, el toro… pero le costaba reconstruir la secuencia completa. Ni siquiera recordaba el momento en que se había acostado a dormir. Pero ahora ya estaba despierto, dentro de su diminuta carpa semejante a una nuez.
-Este es mi útero -pensaba-, el claro símbolo de la matriz femenina, la cuna de mis sueños, la metáfora de mis muertes… Por las noches muero y por el día renazco. Pensaba todo eso, cuando el calor que hacía adentro, lo impulsó a transitar el nuevo día. Salió de la carpa y se puso a caminar, por los largos y estrechos pasillos de espinas que había alrededor de la casa. Llegó a la cocina y adentro las cocineras ya estaban preparando el almuerzo, otros fumaban o tomaban mates. El filósofo saludó y bajó al río, para lavarse la cara y despabilarse un poco. Hacía calor, era pleno mes de Enero. Sin dudarlo, ni bien llegó se arrojó de cabeza al río. Luego se sentó en una roca, con los pies en el agua y la mirada errante. No había gente, se oían los pájaros, se veían muchas libélulas volando sobre las aguas del río. Iban acopladas, como si volaran y copularan al mismo tiempo. -La simpleza de todo esto -pensaba-, pulveriza cualquier argumento que intente refutar la inmortalidad… En eso se oyó un grito -¡A comer! No lo había pensado, pero en cuanto escuchó esas palabras se dio cuenta de que tenía hambre, y en tres pasos ya se había reunido con el grupo, en el rancho. El menú era un excelente guiso de arroz, con verduras de todo tipo. Todos estaban fascinados porque era una comida mucho más sana, de la que podían llegar a comer durante el año en la ciudad, ya que el ritmo acelerado de la urbe, los obligaba muchas veces a comer porquerías en la calle. La charla giró en torno a la fiesta de la noche anterior, pero nadie se acordaba muy bien lo que había sucedido, cosa que les
llamó la atención siendo tantos. Finalmente pudieron reconstruir la secuencia, pero había mucho de invento en ese recuerdo colectivo que lograron. Dejaron solamente las anécdotas graciosas y el resto lo acomodaron en la periferia de la historia. El almuerzo concluyó y la gente se fue dispersando. Algunos leían, otros hacían artesanías, otros fueron al río y otros simplemente se recostaron a la sombra del algarrobo, para ver pasar el tiempo.
Esa mañana había llegado Carolina, una mujer ácida, con mirada de reptil. Sus palabras eran dulces, llenas de inteligencia y nunca reía. Nadie le oyó jamás una carcajada, tan sólo un desleído rictus se dibujaba en su cara, cuando algo le parecía gracioso. Penetraba fácilmente en los corazones masculinos, pero se llevaba muy mal con las de su mismo sexo.
Estaban el fotógrafo, el filósofo y Carolina bañándose en el río. Los buitres volaban a baja altura, y el fotógrafo quiso subir al cerro para fotografiarlos más de cerca. Carolina decía que ya era muy tarde para subir, y que si lo hacía era muy probable que la noche lo atrape en medio del monte y no pueda encontrar el camino de regreso. Pero a pesar de los malos augurios de Carolina, el filósofo se ofreció a acompañarlo, y ambos se encaminaron inmediatamente hacia el cerro. El camino era intrincado, lleno de pinches. De alguna manera el monte parecía decirles -No les va a ser fácil conocer mis secretos. Sentirán dolor, en la medida en que no sean como el viento, que atraviesa mis espinas sin lastimarse. Pero ambos estaban muy lejos de ser como el viento, por lo cual a medida que avanzaban, se iban acumulando los raspones en la piel. No había un camino definido, por lo cual, llegar a la cima fue muy complicado. Por fin, una vez arriba, encontraron unas huellas hechas por las cabras, que los condujeron a una zona de árboles, en donde se posaban los buitres a descansar.
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