por Azrael
Cuento "El Prodigio"
Capítulo I
Hace mucho, mucho tiempo, en un reino muy lejano, no recordado ya por la historia ni por la geografía, vivía una princesa llamada Selene. Ella era una jovencita muy sensible, muy tierna, dulce en extremo, atenta con quienes vivía y siempre dispuesta ayudar a quien lo precisara. Su padre, el Rey, era un hombre que había cambiado mucho con el paso del tiempo. Durante la infancia de Selene, ella había sido, literalmente, su princesita. Ella era su adoración, la luz de sus ojos. No había momento libre de su tiempo en que no se dedicara a ella, jugando, correteando con ella, contándole historias épicas repletas de caballeros valientes, de dragones malvados que asolaban reinos y eran vencidos por héroes míticos, historias donde los magos y las doncellas eran protagonistas naturales de las hazañas más memorables. En esas historias ella era la princesa más bella y más querida, la más amada por todo el reino, por el rey y la reina, por los caballeros locales y de reinos lejanos, hasta por los seres más fabulosos: dragones bienhechores, duendes, hadas, sirenas, y hasta por las hechiceras y los magos más versados en las artes arcanas, los cuales eran sus protectores y la resguardaban de las fuerzas de la oscuridad, siempre al acecho. La infancia de Selene fue un sueño hecho realidad, desde que abría los ojos por la mañana al despertarse, hasta el momento de irse a dormir, cuando su padre le contaba cuentos y la acariciaba el pelo hasta que ella se quedaba dormida con una sonrisa en su cara.
Sin embargo, al ir creciendo Selene, su padre fue cambiando extrañamente. Cuando él llegaba cansado y rendido de sus largas jornadas de trabajo, ya sea en su reino o en áreas del castillo donde no estaba cerca de Selene, su carácter se transformaba y, aunque Selene siempre le regalaba una gran sonrisa y todo su amor, él no parecía conforme con la situación de su reino y de su castillo al llegar, es más siempre criticaba cosas de Selene, sus hábitos, su forma de vida, su vestimenta, sus institutrices, sus maestros, todo, absolutamente todo. Inclusive llegó a vilipendiarla de la manera más dolorosa para una hija, con palabras acerbas que llegaban a lo más profundo del alma de Selene y la desgarraban con cada sonido. No parecía su padre, pero lo era. Él pensaba que Selene se había descarriado, que no era una digna hija suya, y que no era merecedora de llevar su nombre ni de heredar su reino algún día.
A partir de aquel día, el cielo siempre soleado y despejado de aquel reino se fue nublando de a poco y el sol, aunque presente, ya no alcanzaba a iluminar la comarca con sus rayos, dadas las gruesas nubes que cubrían el cielo. Todo era una sucesión incesante de días grises, lluvias y tormentas. El único consuelo de Selene era que por las noches, algunas nubes que se compadecían de ella le dejaban ver la luna. A Selene le encantaba contemplarla, siempre tan brillante y con ese color entre blanco y plateado. Ella soñaba con un príncipe lo suficientemente valiente como para venir a rescatarla de ese castillo, que ahora se había convertido en una prisión para ella, aunque nadie le prohibía hacer nada, ella tenía total libertad de andar por todo el reino. Sin embargo, se sentía encerrada en esa mole enorme de piedra negra, tonalidad que fue tomando al mismo tiempo que su angustia crecía, al igual que su tristeza.
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