por Azrael
El Prodigio
Capítulo III – Parte 3
Al levantar la vista, Selene vio que el dragón ya estaba sobre las torres del castillo de sus padres, y toda la guardia real y las defensas del castillo estaban intentando contrarrestar los ataques del imponente animal, que utilizaba tanto el fuego de su aliento como sus garras para destruir cuanto se interpusiera en su camino. Selene no tardó en comprender que, a ese paso, en contados minutos el castillo y todas sus defensas cederían, y con ellos todos sus habitantes, incluidos sus padres y hermanos. Desesperada y ya sin saber qué hacer, Selene alzó sus ojos al cielo y exclamó a viva voz, desde lo más profundo de su espíritu, que era capaz de dar su vida con tal de que el dragón fuese derrotado y de recuperar a su amado Sachiel y la vida de todos los que habían muerto en la batalla que se estaba librando en el castillo. Pasados unos segundos, ante los ojos humedecidos de Selene, apareció de la nada, por así decirlo, un joven con las mismas vestimentas que Sachiel, pero con distinto aspecto. Sonreía y llevaba, al igual que el joven mago, una vara, pero el símbolo de su extremo era distinto, y, al igual que Sachiel, este símbolo estaba repetido en sus ropas. El símbolo que Selene vio fue este:
Al percibir a este joven, que también parecía ser mago, Selene le preguntó quién era. El muchacho le dijo que se llamaba Anael y que era compañero de Sachiel, pero no le dio más detalles ya que, dada la situación actual, eran irrelevantes. Selene, en un mar de lágrimas, le preguntó por qué había aparecido. Anael contestó que se había presentado ante el pedido desesperado de ella, y que venía a ofrecerle una posible solución. Selene no esperó más ante estas palabras y le preguntó qué debía hacer. Anael fue muy claro al respecto: si ella deseaba que el dragón negro fuera derrotado y su amado Sachiel fuera vuelto a la vida, al igual que todos los que ya habían perecido en el castillo, debía sacrificarse ella misma, ofrendar su vida para salvar las vidas de toda la comarca, incluida la de su amado mago. Selene no vaciló un instante y le dijo a Anael que lo haría. Enseguida, Anael miró al cielo, exclamó unas palabras en un idioma totalmente desconocido para Selene, con su vara extendida al firmamento al igual que sus brazos, y ella cayó al suelo, sin vida pero con una sonrisa en su cara. Al instante, el dragón, que continuaba asolando el castillo, cayó extinto al suelo. Los cadáveres de los soldados y de la gente del castillo que yacían sobre el piso de piedra del castillo y en el césped de las afueras del mismo se levantaron como si nada hubiera pasado. Lo mismo sucedió con Sachiel, quien abrió los ojos como quien despierta de un largo y profundo sueño. Al ver a su amada Selene sin vida, no pudo contener el llanto, y recién después de unos segundos se percató de la presencia de Anael. Éste le contó lo sucedido, mientras Sachiel lo escuchaba, dolorido en su pesar; luego de haberse enterado de lo acaecido, le dijo a Anael que a cambio de la vida de su amada, él daba la suya de forma definitiva. Anael le negó esa posibilidad y le dijo que la decisión era irrevocable. Sachiel, desesperado y entristecido frente a tal determinación, insistió con todas sus fuerzas, ya sumido en un interminable llanto, en que Anael le permitiera sacrificar su vida sin posibilidad de retorno. Ante la nueva negativa de aquél, Sachiel tomó su vara y la apuntó contra sí mismo. Cuando ya estaba a punto de terminar con su propia vida para ir a reunirse con su amor, Anael le quitó la vara de la mano.
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